jueves, 19 de febrero de 2009

Resumen del Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009


"Jesús, después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre"

En mi Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar.

Por ejemplo: San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán".
Y los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.

Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18).

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). Y es una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas.

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo.

En la Constitución Apostólica Pænitemini de 1966, Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos." Puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).

Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: El hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17).

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana.

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. encíclica Veritatis Splendor, 21).

Por esto os pido hermanos que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo (la oración, la lectio divina, el Sacramento de la Reconciliación, la activa participación en la Eucaristía…)

Vaticano, 11 de diciembre de 2008
BENEDICTUS PP. XVI

Centralidad de la eucaristía: fuente y cumbre


La Iglesia siempre ha comprendido que su centro vivificante está en la eucaristía,
que hace presente a Cristo, continuamente, en el sacrificio pascual de la redención.

En la santa misa, el mismo Autor de la gracia se manifiesta y se da a los fieles, santificándoles y comunicándoles su Espíritu. El Vaticano II afirma por eso con verdadera insistencia que la eucaristía es "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11a; +CD 30f; PO 5bc, 6e; UR 6e). Ella es, secretamente, como decía Pablo VI, "el corazón" de la vida de la Iglesia (Mysterium fidei). Como la sangre fluye a todo el cuerpo desde el corazón, así del Corazón de Cristo en la eucaristía fluye la gracia a todos los miembros de su cuerpo.
"La celebración de la misa -afirma la Ordenación general del Misal Romano-, como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal y local y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica en Cristo al mundo y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios.

En ella, además, se recuerdan a lo largo del año los misterios de la redención de tal manera, que en cierto modo éstos se nos hacen presentes. Así pues, todas las demás acciones sagradas y cualesquiera obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan" (OGMR 1).

El hombre que tenía las manos atadas


Érase una vez un hombre como todos los demás. Un hombre normal. Tenía cualidades positivas y negativas. No era diferente.


Una noche, repentinamente, llamaron a su puerta. Cuando abrió, se encontró a sus enemigos. Eran varios y habían venido juntos.Sus enemigos le ataron las manos.Después le dijeron que así era mejor, que así, con sus manos atadas, no podría hacer nada mal. (Se olvidaron de decirle que tampoco podría hacer nada bueno).Y se fueron dejando a un guardián a la puerta para que nadie pudiera desatarle.Al principio se desesperó y trató de romper las ataduras. Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos, intentó poco a poco acomodarse a su nueva situación.Poco a poco consiguió valerse para seguir subsistiendo con las manos atadas. Inicialmente le costaba hasta quitarse los zapatos.


Hubo un día en que consiguió liar y encender un pitillo. Y empezó a olvidarse de que antes tenía las manos libres.Mientras tanto, su guardián le comunicaba, día tras día, las cosas malas que hacían en el exterior los hombres con las manos libres. (Se le olvidaba decirle las cosas buenas que hacían esos mismos y otros hombres con las manos libres).Pasaron muchos años.


El hombre llegó a acostumbrarse a sus manos atadas. Y cuando su guardián le señalaba que gracias a aquella noche en que entraron a atarle, él, el hombre de las manos atadas, no podía hacer nada malo (no le señalaban que tampoco podía hacer nada bueno), el hombre empezó a creer que era mejor vivir con las manos atadas.


Además estaba tan acostumbrado a las ligaduras ...Pasaron muchos, muchísimos años...Un día, sus amigos sorprendieron al guardián, entraron en la casa y rompieron las ligaduras que ataban las manos del hombre."Ya eres libre", le dijeron.Pero habían llegado demasiado tarde. Las manos del hombre estaban totalmente atrofiadas.